Ya no recuerdo la primera vez que, al grito de “¡Maricón de mierda!”, me empujaron y caí al suelo. Tampoco recuerdo la primera vez que entendí que intentar huir de esa palabra no era la solución. Maricón es despectivo, sí, por ellxs, por los que creen que sexualidad y género van en el mismo paquete. Mi argumento no era decir “No me gustan los hombres”, no querían escucharme, eso era un dato menor. Sabían perfectamente que me había liado con chicas, era esa nueva forma de masculinidad la que no entendían y castigaban. Mi nombre es Adana, a veces, Evo, y reivindico la palabra maricón, aunque no sea gay.
Este tipo de discriminación solo tiene cabida en la concepción dicotómica del género, es decir, existe la “hembra” con una lectura social que se conoce como “feminidad” y el “macho” con una lectura social denominada “masculinidad”. Las personas que conciben el mundo de esta manera, entienden que entre ambas fronteras solo hay excepciones a la regla: hombres afeminados o mujeres masculinas. En el caso de una persona transexual: una mujer que transita a hombre será discriminada si “no lográ camuflarse del todo” en la masculinidad que implica el sexo que desea, y un hombre que transita a mujer si no adquiere todo ese bagaje de feminidad normativa.
El amaneramiento en los hombres se llama pluma y en las mujeres, martillo. La analogía es simple, está construida a través de un relación de opuestos, si entendemos amaneramiento como teatralidad y no solo afeminamiento. En este punto, aparece otra disyuntiva: ¿por qué la pluma o el martillo se entiende como un rasgo característico de “lo no heterosexual”? La respuesta, en apariencia, es sencilla: porque el gran prototipo de gay o de lesbiana es el del maricón o el de la marimacho. He aquí una lectura más profunda: el “síndrome de la casilla” que sufre todx humanx pasa por entender que el género disidente está atravesado por una sexualidad también disidente. ¿Por qué? Porque la heterosexualidad no es subversiva, por tanto, se entiende que tampoco romperá moldes en otros ámbitos y que, al contener ese privilegio cultural, no es herramienta de nada, sino refuerzo de lo normativo. Por esta razón, que una persona heterosexual presente un género disidente choca tanto con nuestra concepción básica, la que nos naturalizan desde pequeñxs, de sexualidad y género.
Plumofobia o martillofobia es el nombre que recibe este tipo de discriminación. Son dos conceptos que aparecen en los círculos “no heterosexuales” (entiéndase círculo como un mero mecanismo linguïstico para facilitar la explicación y no como una apología de “guetización”), círculos unidos por la defensa y la visibilización de una sexualidad disidente, pero no así de género. Otra gran pregunta: ¿por qué el género también tiene un corte binarista en estos círculos? Por ausencia de perspectiva (trans)feminista.
El feminismo fue la primera corriente de pensamiento que planteó la vida humana como una relación de opuestos en la que había un sujeto -el hombre- y un objeto -la mujer-. Fue la primera también en señalar que esta relación era una construcción social, es decir, paso del esencialismo filosófico -determinismo biológico- al existencialismo -la mujer entiende que es discriminada y que debe y puede luchar contra ello-. Por sentido común, ninguna mujer ha sido protagonista de la creación de esta subordinación, así la teoría da otro paso más: el género es un constructo social del hombre, una herramienta para robar poder a la mujer y doblegarla. Parece que el sexo y el género empiezan a desligarse: unas optarán por deconstruir la palabra “mujer” y otras por crear un nuevo concepto por su cuenta. De esta forma, la sexualidad entra en juego como otro elemento más de construcción del feminismo: no es lo mismo ser mujer que bollera, la mujer como persona que no tiene un deseo sexual disidente -la heterosexualidad es lo mayoritario, un privilegio- y la bollera como expresión máxima de persona que no se ajusta al sistema heteropatriarcal. Cuando esto sucede, empieza una nueva unión: sexualidad y género. Es una unión leída a través de ojos biologicistas: más testosterona, menos testosterona, más afeminado, más masculina. El binarismo sigue presente y marca tendencia y la excepción se relaciona con ser “no heterosexual” -síndrome de la casilla-. No hay una explicación “trans”gresora, no se busca ir más allá de los cuerpos ni del deseo sexual, ha calado el discurso de “que no se note” y pocxs saben/reflexionan sobre él.
El “que no se note” teje la plumofobia: rechazo a ese hombre que “decide” bajarse de sus privilegios y se siente cómodo en el escalón del género femenino, doblemente inaceptable para ellos. En el caso de la mujer masculina apenas se contempla la palabra martillofobia por estar menos visibilizada ante el mero hecho de ser mujer y por subirse al escalón del privilegio con dos opciones: ser despreciada sin considerar que se ha perdido “algo” valioso o ser valorada por no ser “del todo mujer, del todo débil” para ellos. ¿Cuántas de nosotras hemos sido atildadas de “marimacho” por compañeras? ¿Cuántas hemos sido respetadas por chicos y tratadas como “un colega más” porque jugábamos bien a este u otro deporte? Incluso en las discriminaciones, el hombre se lleva todo el protagonismo, y por eso el afeminado sufre la mayor estigmatización.
El discurso de la homosexualidad como “algo que no se elige” ha calado en la sociedad, por eso hay una mayor concienciación en tanto que se presenta como irremediable, sin embargo el discurso de “género como elemento independiente que busca la autodeterminación del ser y no del ser hombre o mujer, gay o lesbiana” es un oasis del transfeminismo sin paréntesis.
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