Transportadme a realidades que están por venir, donde el
único tránsito que se juzgue sea el intestinal, eso sí, solo si se transforma
en ventosidades que barnicen vuestras narices. Mi nombre es Entreleg mix y hace tiempo que mi
sexo y mi género no se llevan bien, aunque los dos coinciden en una cosa: su
amor incondicional a las papayas. Transmuten su delantera y reivindiquen su
trasera como la única ojetalmente universal.
Manufacturar la identidad desde
instituciones que carecen de la misma resulta, cuando menos, paradójico. El
propio concepto de paradoja, de ideas opuestas que se encuentran, traza los límites definitorios de nuestra
sociedad actual, donde desde la falsa ilusión de eclecticismo y heterogeneidad
aún transluce una dualidad impuesta. El binarismo en torno al sexo-género es
palpable. La necesidad de categorización inherente al ser humano aún se rebela
dicotómica, polarizada, escindida en dos mitades necesariamente delimitadas por
una mera cuestión de coherencia.
Cualquier sistema de dominación se beneficia de la
permanencia de tales divisiones presentadas como inamovibles, que contribuyen a
mantener el orden social que favorece a la élite. Así ha sucedido entre etnias,
así ha sucedido entre ser humano y naturaleza, así ha sucedido entre hombre y
mujer. Centrándonos en esta última relación de sometimiento, queda patente que
el cuestionamiento del binomio sexo-género adquiere una relevancia fundamental
desde las primeras reivindicaciones en contra del patriarcado. Así pues, las
demandas iniciales en torno al género están asociadas al movimiento feminista,
cuya pretensión se cimentó en poner fin al determinismo que implica nacer con
un sexo biológico y tener que responder a un rol de género concreto. La
deconstrucción de la biologización de la feminidad, gracias a la introducción
de la categoría género, condujo a rechazar frontalmente la justificación de la
exclusión y la discriminación de las mujeres argumentando razones naturales (y
no culturales) que frenaban transformaciones sociales.
Los movimientos LGTBIQ
(lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y queer) también
entroncan con estas reivindicaciones, no solo en torno a la deconstrucción del
binarismo del género, sino también alrededor de la dualidad
heterosexual/homosexual. La supuesta normalización alcanzada en determinados
países en cuanto a la orientación sexual ha generado un nuevo binarismo, un
nuevo modo de etiquetar realidades en apariencia incompatibles entre sí. El
colectivo trans es, seguramente, el más afectado por esta concepción
binaria del género y de la sexualidad. Se trata de personas sometidas a una
elevada presión social al transitar de un género a otro, lo que les obliga a
adecuarse a los clichés asociados a cada uno de ellos y a fijar sus
expectativas en la consecución de una anatomía que les respalde en la sociedad.
No obstante, hay posturas críticas que sostienen que el género sentido, como
construcción social, no tiene por qué ir ligado a un sexo determinado.
Trasladándolo al lenguaje práctico, la persona puede identificarse con el
género sentido sin necesidad de hormonarse o pasar por un quirófano, lo cual
contribuye a romper el binarismo sexo-género.
¿Cómo absorbe el orden
social establecido estos desafíos a la concepción tradicional del sexo-género? Mediante
la manufactura de la identidad de género, a través de la cual se asumen las
demandas de estos colectivos, pero se reconducen hacia la normalidad que
predican las instituciones desde una perspectiva paternalista y patologizante.
La identidad sentida en cuerpo equivocado a ojos del Estado se ve sometida a
toda una serie de obstáculos, cuya finalidad es mantener el orden vigente ante
el miedo que implica liberar este concepto de su carga peyorativa.
Hoy en día vivimos en
Estados Terapéuticos (Szasz, 1973), donde prima la preocupación patológica de
las sociedades occidentales por la salud en general, lo que nos lleva a
depositar nuestra confianza en manos del Estado para que proteja nuestros
cuerpos vulnerables. Llegamos así a una estatalización del cuerpo, a su
colonización por la máquina burocrática más poderosa y, en consecuencia, a una
pérdida de autonomía. Y en el caso de las personas trans, a la gestión de su
identidad por parte de terceros en las Unidades de Trastorno de Identidad de
Género (UTIG), que a su vez abren o cierran la puerta a un reconocimiento en el
registro civil. Identidades gestionadas por manos ajenas, promovidas también de
un modo estereotipado desde los medios de comunicación, que despojan al
individuo de su capacidad de decidir sin estar sometido al yugo
sanitario-administrativo.
Las personas que se identifican
con un género diferente al que les corresponde por su sexo biológico
representan un desafío para el poder. Es por ello que la patologización y
psiquiatrización se erigen como mecanismos de control, promoviendo una visión
unilateral como resolución del conflicto: la reasignación de sexo. El cuerpo se
entiende como una carga de la que despojarse, como la prueba palpable de un
pasado que borrar, para así encaminarse a la nueva vida, para “volver a nacer”.
La identidad de género es vapuleada en pro de una categorización que no rompa
los márgenes de la “normalidad”. Por ello, la exaltación del propio cuerpo como
espacio autónomo, escindido de su falsa obligatoriedad de encontrarse a un
género determinado, se eleva como una injuria aún mayor. ¿Se imaginan al Estado
asumiendo con normalidad la existencia de hombres embarazados? ¿Aceptando la
incertidumbre que provoca desmontar el sistema sexo-género para tipificar a las
personas? ¿Cediendo su poder de intromisión en los cuerpos a los propios
cuerpos? Pero, ¿qué representa ese cuerpo? ¿Y por qué tanto protagonismo?
“El cuerpo es en sí una
construcción, como lo son los innumerables “cuerpos” que constituyen el campo
de los sujetos con géneros”. (Butler,
2001)
La patologización y
psiquiatrización de la transexualidad se refleja en los manuales de
clasificación en que se basan los profesionales sanitarios. Tanto en el Manual
Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (DSM) de la Asociación
Estadounidense de Psiquiatría (APA), como en la Clasificación Internacional de
Enfermedades (CIE) publicada por la Organización Mundial de la Salud (OMS),
queda así reflejado. Atendiendo al primero de ellos y para observar la
evolución a través de eufemismos varios que esta patologización ha seguido, nos
remontamos a 1980, año en el cual el DSM III incorpora la categoría de transexualidad. En 1994 se sustituye por
la categoría de trastorno de identidad de
género, que supone una cierta ampliación de los sujetos incluidos ya que no
es necesario querer transformarse el cuerpo para ser diagnosticable. En la
versión más reciente de dicho manual, el DSM V, se denomina disforia de género, en sustitución al
término anterior.
En nuestro país el centro
neurálgico de esta patologización se traduce en las UTIGs. El Hospital Regional
Carlos Haya de Málaga fue el primer centro público del país autorizado por el
Servicio Andaluz de Salud (SAS) en octubre de 1999 para desarrollar el
tratamiento integral y multidisciplinar de las personas transexuales. En la
Comunidad de Madrid empezó a funcionar el 16 de mayo de 2007, mientras que en
Barcelona esta cobertura pública sanitaria se incorporó en 2008 en el Hospital
Clínic. En Euskadi está presente desde enero de 2009, año en que el Hospital
Universitario Cruces de Bilbao estrenó su UTIG. Desde este año en la Comunidad
Valencia hay cinco unidades especiales en Castelló,Vila-real, Valencia, Cullera
y San Vicente del Raspeig, donde se realiza tratamiento psicológico y hormonal.
El centro de referencia para las operaciones quirúrgicas se encuentra en el
Hospital Universitario Doctor Peset. Mencionando otras comunidades, parte de la
atención sanitaria a personas trans se cubre también desde el Hospital Miguel
Servet de Zaragoza, el Hospital Universitario de Tenerife y el Hospital Virgen
del Camino de Pamplona, así como Asturias, donde también se cubre parte de la
asistencia.
Las sociedades en que vivimos
adolecen de una fragilidad patológica. La secularización que vino de la mano de
la Modernidad nos llevó a una falsa percepción de autonomía, donde el ser
humano parecía despojarse de la servidumbre de lo divino y supremo. No
obstante, dicha sumisión con tintes celestiales sigue presente de algún modo, a
través de rituales en torno a instituciones de nuestra sociedad burocratizada.
Las denominadas religiones civiles (Giner, 2003) se imponen con fuerza en un
intento de conferir poder y reforzar la identidad y el orden en una
colectividad socialmente heterogénea. Cuando se produce la crisis de
credibilidad en los dioses, cuando lo sobrenatural no es capaz de resolver los
problemas de orden y gobernabilidad, aparecen las religiones civiles.
Hoy en día proliferan sin medida
los libros de autoayuda y las consultas de los psicólogos, hasta la llegada de
la crisis, incrementaron sus pacientes de forma vertiginosa. ¿Qué le sucede a
esta sociedad, en apariencia emancipada, que ante la supuesta libertad
adquirida se torna más vulnerable? ¿Tal vez las propias instituciones generadas
por el ser humano se están volviendo en su contra? ¿Es posible que los
habitantes de estas sociedades estemos siendo ninguneados, absorbidos por un
complejo engranaje que, bajo la fachada del progreso, genera una cárcel con
barrotes de bambú? ¿Decidimos quiénes somos o lo deciden por nosotros?
Habitamos Estados Terapéuticos
(Szasz, 1973), sociedades con una preocupación desmedida por la salud en
general, lo que nos conduce a confiar en el Estado para la protección de
nuestros cuerpos vulnerables. Cuerpos vendidos al aparato burocrático que,
desde su gestión a través de la sanidad pública, se ofrece custodiar a cambio
de que estos cedan parte de su autonomía. La medicina se erige como religión
civil que nos conecta en unos cuidados comunes, que nos identifica como
ciudadanos, que nos somete a rituales sacralizados de bisturí y bata blanca. En
teoría pertenece a la sociedad civil, aunque el auge de la privatización ahora
lo ponga en duda. Garantiza un modo de dominación social, donde se impone una
jerarquía entre el profesional sanitario y el paciente. El declive de la
religión favorece ahora la existencia de una libertad religiosa, algo que no
ocurre en cuanto a la libertad de cuidados médicos. Es una institución que no
se debe poner en cuestión. Y donde esta idea cobra especial relevancia es en la
imposición del binomio sexo-género a través del aparato estatal, que a partir
de los cuidados médicos ofrecidos ejerce una producción de identidad de género
determinada.
Asistimos a una manufactura de
identidades de género, donde el Estado personaliza lo impersonal, se apropia de
algo que no es suyo, los cuerpos, para encorsetarlos en una dualidad con la que
mantener el orden social. La estatalización de los cuerpos, la colonización de
la carne desde la Administración Pública, constituyen realidades de nuestro día
a día. La penalización del aborto es una prueba de ello, así como la
patologización de las identidades trans. Las personas trans se presentan como
figuras incómodas, difícilmente encasillables, géneros degenerados que desde la
ambigüedad realizan tránsitos de un polo a otro. Es por ello que al Estado le
urge reconducirlos, le urge redefinirlos, fijarles una meta donde, desde una
supuesta aceptación de su proceso, les inste a cerrar el circuito, a ser
“hombres” y “mujeres” heteronormativos y a rechazar el cuerpo en que nacieron
como un pasado que borrar. En esta manufactura de la identidad de género hay
profesionales encargados de su producción, que bien desde el ámbito judicial a
través de las leyes, bien desde el ámbito sanitario a través de las UTIGs,
llevan a cabo el proceso.
Por ello se hace inapelable la
exigencia de una despatologización y despsiquiatrización de las personas trans,
de estas identidades que transitan, para que lo hagan en libertad, para que se
apropien de sus cuerpos, los redefinan, les aporten matices y pongan en tela de
juicio el binarismo impuesto. No se trata de enaltecerlos como propiedad
privada donde nadie puede inmiscuirse. Se trata de alcanzar a través de los
mismos la autodeterminación, de no dejarlos someter a juicios de terceras
personas, para evolucionar a un género fluido donde las cuestiones sexuales
dejen de ser un tabú, dejen de tratarse desde el paternalismo y adquieran su
propia soberanía. La reconquista de los
cuerpos es ineludible.
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